LA LLAMADA QUE SALVÓ AL TEATRO SANTANDER

Por Pacho Centeno

Empiezo por decir que estoy maravillado con la remodelación del Teatro Santander y que felicito a todos los arquitectos, ingenieros, técnicos, asistentes y obreros que trabajaron para obtener este magnifico resultado. También a las instituciones y empresas que aportaron los recursos para que se cumpliera este sueño que nació de una llamada telefónica a mi celular a mediados de marzo de 2007.
Yo era concejal de Bucaramanga en ese momento y me encontraba en la plenaria del Concejo cuando me llamó el director de teatro Jaime Lizarazo para decirme: “están vendiendo el teatro Santander”. En tono de broma le respondí que hacía tres meses me había divorciado y no tenía con qué comprarlo. Es en serio, me dijo, solo usted puede hacer algo para salvarlo.

Supongo que lo dijo por mi condición de concejal, pues la mayoría de la gente cree que estos personajes pueden hacer y deshacer cualquier cosa, y a veces tienen razón. Aunque también es cierto que meses antes habíamos intentado con Sandra Barrera convencer a unos empresarios santandereanos para que compraran el Teatro Unión ante la inminencia de su venta y demolición, como efectivamente ocurrió; pero los empresarios no aguantaron más de tres minutos el olor de la clausurada sala de cine porno cuando los entramos a verlo para que se entusiasmaran con el negocio. Entre ellos estaba Sergio Cadena y Fritz Humberto Campo, dos de los dueños de Mercadefam, y también Rafael Ardila, quien nos dijo: “el teatro que hay que comprar es el Teatro Santander”, y nos confesó que habían hecho esfuerzos inútiles para que la Universidad de los Andes, su propietario, se lo canjeara a la Universidad Autónoma de Bucaramanga por unos predios que tenía en Bogotá.

El Teatro Santander había sido de Cine Colombia en los años ochenta, quien lo había dividido en  tres salas de proyección de películas: el Cinema 1 que ocupaba la platea, el Cinema 2 que ocupaba los balcones, y el Cid que lo metieron en el escenario del antiguo teatro. Ante la profusa decadencia del centro y el boom de desarrollo que se venía dando en el sector de Cabecera, la empresa decidió clausurar los cinemas y le donó el edificio del Teatro Santander a la Universidad de los Andes de Bogotá, pues al parecer no encontraron en Bucaramanga a quien donárselo.

Como la Universidad de los Andes no tenía intereses en la ciudad contrató un corredor de finca raíz de la capital para que se lo vendiera, quien colocó una pequeña pancarta en la fachada del teatro que rezaba “se subasta” y un número de celular al que podían llamar los interesados. Jaime Lizarazo que pasó casualmente por el lugar vio la pancarta y me llamó de inmediato. Esa misma semana fuimos a verlo con Jaime y la periodista Karen Vásquez de Vanguardia, pero el celador nos dijo que tocaba con autorización de Bogotá, sin embargo, cuando le mostré la credencial de concejal accedió a dejarnos entrar.

El teatro estaba completamente desvencijado; habían pasado muchos años desde el cierre de las salas de cine y por todos es sabido que no hay nada que deteriore más a un lugar que su abandono. La humedad, producto de las goteras, y el encerramiento prolongado habían creado un ambiente más insoportable que el del Teatro Unión; cientos de murciélagos se habían instalado en el cielo raso y no se ahorraron aleteos para recibirnos cuando nos atrevimos a subir hasta allí para inspeccionar la estructura del techo. Recuerdo que les dije a Jaime y a Karen, también en tono de broma: “creo que descubrimos la guarida de Batman”.

El panorama no era nada alentador, lo único que nos alentaba era saber que estábamos en el otrora famoso Teatro Santander, el teatro de nuestros padres, el teatro de nuestra infancia, el de las escapadas a cine con nuestras primeras novias de la adolescencia y el que fuera el más importante centro de reunión de la sociedad bumanguesa a mediados del siglo XX. Esto, y las palabras de Rafael Ardila que ya les mencioné fueron suficientes para animarnos. Así que al día siguiente, sábado 17 de marzo, presenté en la plenaria del Concejo, una proposición dirigida al alcalde de la época, Honorio Galvis Aguilar, en la que se le solicitaba que comprara el Teatro Santander para articularlo al Centro Cultural del Oriente como insumos fundamentales para desarrollar el Plan de Renovación del Centro del que veníamos hablando desde el gobierno de Luis Fernando Cote Peña (1998-2000), en el que fui director de cultura. Todos los concejales se mostraron de acuerdo con la proposición y decidimos firmarla de manera conjunta. Allí estaban América Millares, Yolanda Blanco, Higinio Villabona, Uriel Ortiz, Celestino Mojica, Aldemar Alvernia, Pedro Pablo Amaya, Carlos Morales, Luz Elena Mojica, Alfonso Pinzón, Rafael Cáceres, Wilson Ramírez, Edwin Herrera, Tulio Tamayo, los finados Carlos Virviescas, Alberto Rueda, Alfredo Ariza, Esaú Noratto, y el suscrito.

Al día siguiente Vanguardia Liberal acompañó la iniciativa del Concejo con severo titular en primera página en su edición dominical: “Arranca cruzada para rescatar el Teatro Santander”, reseñando el contenido de la proposición y dándole despliegue de casi media página interior con fotos a color incluidas, lo que encendió la chispa de nuestro entusiasmo y el de la ciudadanía por salvar el teatro. Pero la respuesta del alcalde fue contundente: “concejal, el municipio no tiene plata para comprar teatros”. Además decía que ese teatro era muy viejo, muy feo y estaba mal ubicado, que mejor era hacer uno nuevo en un mejor lugar de la ciudad, pero que eso debía ser asunto de los empresarios.

En ese momento era evidente que Bucaramanga necesitaba con urgencia un teatro, pues los empresarios de espectáculos la tenían excluida de las programaciones que circulaban a nivel nacional. Nadie se atrevía a poner nada en la ciudad debido a la prolongada situación de orden público que padeció la Universidad Industrial de Santander en la rectoría de Jaime Alberto Camacho Pico, cuyos paros y manifestaciones permanentes inutilizaban el auditorio Luis A. Calvo, único recinto con que contaba la ciudad para actividades culturales en ese entonces, y así quedó registrado en las motivaciones de la proposición. Pero el alcalde se plantó en su negativa.

Entonces le pedí a mi amigo Alfonso Becerra, un gestor cultural que manejaba una base de datos de más de veinte mil correos electrónicos llamada “El Cartel Cultural”, que le pidiera a sus abonados enviarle correos electrónicos y mensajes de texto al alcalde pidiéndole que comprara el teatro, y colocamos en la petición, no solo el correo del alcalde, sino los números de sus dos celulares personales, que por mi condición de concejal conocía. Recuerdo que por esos días me lo encontré y estaba enojadísimo conmigo, “concejal, me tiene colapsado los buzones de mensajes de mis celulares”, me dijo, y yo solo atiné a contestarle: “alcalde compre el teatro”.

El asunto escaló a los demás medios de comunicación de la ciudad que empezaron a interesarse en el tema; no había emisora de radio que no nos llamara cada semana a averiguar cómo iba la cosa del teatro; recuerdo especialmente el interés de Amparo Parra, Gustavo Remolina y César Augusto González, y también del Canal TRO. Pero definitivamente fue Vanguardia la que se adhirió con más entusiasmo a la idea, pues cuatro días después del anterior artículo, le dedicó nuevamente portada y una página interior completa que tituló: “El Teatro Santander, el último sobreviviente”, la cual incluía entrevistas a personalidades de la cultura, convirtiendo la iniciativa de comprar el Teatro Santander en un clamor ciudadano.

Por esos días, justo el 27 de marzo, Día Internacional del Teatro, Jaime Lizarazo inauguró su festival de teatro “Santander en escena” con sendo desfile de artistas desde el parque de Los Niños hasta el parque Santander, pero yo lo llamé ese mismo día y le pedí que lo terminara en el parque Centenario para vigorizar la campaña que habíamos desatado. La idea era que frenteando el desfile fuera una pancarta que dijera “Alcalde compre el teatro”; pero como la idea se me ocurrió a última hora, la pancarta, que se le había mandado a hacer a mi amiga Elizabeth Reyes, solo me la entregaron finalizando la tarde, justo cuando el desfile llegó al Teatro Santander, pero la foto fue memorable y empezó a circular por todas partes a pesar de que no existían las redes sociales como las conocemos hoy día. Alguien me dijo que la foto está exhibida en el lobby del teatro.

Con el pretexto del desfile del festival de teatro, Vanguardia se mandó al día siguiente la tercera primera página en menos de dos semanas con una espectacular fotografía a full color y un pie de foto que alentaba al alcalde a comprar el teatro, lo que aumentó el entusiasmo de muchos. En el preámbulo de la primera función del festival y a raíz del “vanguardiazo”, la directora de cultura de la época, Tatiana Gómez, anunció que el alcalde estaba considerando comprar el teatro, lo que le valió un aplauso cerrado y una estruendosa ovación por parte de los asistentes, menos de la mía, porque yo sabía que no era cierto, pues esa misma tarde había hablado con él y me había confirmado su negativa.

Entonces me asaltó una gran preocupación. ¿Y si aparece un comprador que lo tumbe para hacer un parqueadero, como hicieron con el Teatro Garnica, el que quedaba en la carrera 17 con 34, o lo convierta en una fábrica de vitrinas, como hicieron con el Teatro Libertadores, el que quedaba en la carrera 15 entre la Quebradaseca y el Boulevard Santander, o en una iglesia de “la oración fuerte al espíritu santo”, como hicieron con el Teatro Analucía y que a Dios gracias Sandra Barrera recuperó para el Teatro Corfescu? Era evidente que al alcalde no lo conmovían ni los desfiles de actores y tampoco la presión periodística que recogía lo que ya constituía una demanda ciudadana. La preocupación venía acompañada con la incertidumbre de no saber qué estaba pasando con la venta del teatro en Bogotá.

Entonces decidí llamar al teléfono del corredor de finca raíz de la capital que estaba vendiendo el teatro para la Universidad de los Andes y le dije: “llamo para averiguar por el Teatro Santander en Bucaramanga”, y la persona que me contestó me dijo: “sí, claro, esa bodega se está vendiendo en 725 millones”… ¡Bodega!... ¡No puede ser que al Teatro Santander lo estén vendiendo como bodega!, entonces le mentí diciéndole que el alcalde de Bucaramanga estaba interesadísimo en comprar el teatro para el municipio, y que me había delegado como concejal para hacerle seguimiento al asunto, que entendiera que lo público obligaba unos trámites complicadísimos que no se podían saltar en una compra de esa magnitud, que no nos fuera a dejar por fuera del negocio porque ese teatro hacía parte de la historia de la ciudad, y que el alcalde le mandaba a decir que por favor lo mantuviera al tanto de la venta.

Todo era mentira, pero la idea era ganar tiempo a ver qué se nos ocurría por el camino, pues a esas alturas tenía la certeza de que el alcalde jamás compraría el teatro, cualquiera fuera su razón. Y tuve que ser muy convincente en mi llamada, porque quien me contestó, una señora de nombre Doris, me llamaba cada vez que aparecía un posible comprador para el teatro: que vinieron de Comcel a preguntar por el teatro, que vino la gente de almacenes Éxito a averiguar cuánto valía… en fin, que sin proponérmelo me había conseguido la mejor informante para nuestro propósito, nada más y nada menos que la persona encargada de venderlo.

Saber que empresas tan poderosas estaban interesadas en comprar el teatro me llevó a llamar también al vicerrector de la Universidad de los Andes, un señor de apellido Barón, si mal no recuerdo, quien fue tajante de entrada al decirme que a la universidad no le importaba quien lo comprara, que ellos solo esperaban que se vendiera para con ese dinero otorgar unas becas de estudio a jóvenes de escasos recursos; y como aún no se habían inventado “ser pilo paga”, no le creí de a mucho su intención.

El caso es que una semana después me llama la señora Doris y me dice: “lo siento concejal, lo va a comprar un empresario de finca raíz de Bucaramanga para demolerlo y hacer un centro comercial, la semana entrante se firman las escrituras”. Me quedé estupefacto al ver cómo mi preocupación se volvía realidad, y cómo todo el esfuerzo que habíamos hecho desde diferentes frentes para salvar el teatro se había echado a perder, y me embargó un sentimiento de rabia. Entonces me le metí al despacho al alcalde y le conté lo que me había contado la vendedora, y le dije que la ciudad se le iba a venir encima por no haber hecho nada para salvar el teatro, le recordé la historia del Teatro Garnica que fue demolido en los años setenta, no obstante haber sido declarado Monumento Nacional, y fue la primera vez en todo este tiempo que vi al alcalde realmente interesado y preocupado por el asunto. “Qué podemos hacer concejal”, me dijo. Y creo que fue la evocación de la historia del Teatro Garnica lo que me llevó a proponerle que lo declarara patrimonio de la ciudad para salvarlo de la demolición y bien de interés público para condicionar su uso.

Y sorprendentemente el alcalde aceptó, y llamó de inmediato a su asesor jurídico, Manuel de Jesús Rodríguez Angarita, un abogado sumamente diligente y respetuoso, a quien ordenó que ese mismo día debía dejarse lista la resolución de declaratoria, y me pidió que lo asesorara en el asunto, pues sabía que yo me sabía al dedillo la legislación cultural, ya que había sido director de cultura. Como a las doce de la noche terminamos con Manuel de redactar la resolución de declaratoria, la cual fue motivada por conceptos técnicos de los miembros de la Filial de Monumentos Nacionales en Santander: Lucila González Aranda, Antonio José Díaz Ardila, y José Raúl Moreno, quienes los enviaron vía correo electrónico, pues no había tiempo de reunirlos, ya que José Raúl vivía en Barichara; solo teníamos unos cuantos días antes de que firmaran la escritura de compraventa y no  podíamos darnos el lujo de convocarlos personalmente.

Al día siguiente, 24 de abril de 2007, el alcalde Honorio Galvis Aguilar firmó la resolución de salvamento del Teatro Santander que alcanzó a ser notificada a la Universidad de los Andes antes de que se firmara la escritura de compraventa. Dos días después, Vanguardia reseñó la promulgación de la resolución, titulando la portada de Galería: “No podrán demoler el Teatro Santander”. Sin embargo, la universidad hizo caso omiso de la resolución y le vendió el teatro al empresario de finca raíz de Bucaramanga, del que no recuerdo su nombre, pero recuerdo que tenía su oficina en la carrera 33 con calle 36, donde quedó en su momento la Pesquera del Oriente. Se lo vendió sin informarle de la afectación que se le había impuesto al inmueble por parte de la Alcaldía.

Pero el asunto no terminó allí. Sabiendo lo que se venía, pues ya había sido informado por la señora Doris de la firma de la escritura, le pedí al asesor jurídico del alcalde que me diera copia de la resolución de declaratoria y fui hasta la Oficina de Planeación del municipio y se las entregué a la jefe Karin Silvana Depoortere, alertándola que vendría un empresario de finca raíz a solicitarle permiso para demoler el Teatro Santander, lo que efectivamente ocurrió a los pocos días. Como era de esperarse, Karin ni siquiera le recibió la solicitud y en cambio lo notificó de la resolución. El empresario le pidió ayuda para resolver la cuestión, pues era evidente que la universidad no lo había enterado de la resolución, y Karin le dijo: “háblese con el concejal Centeno”.

Yo intenté convencerlo de que remodelara el teatro y se metiera en el negocio de los espectáculos, le dije que la ciudad no tenía un teatro de gran envergadura y le conté sobre los problemas que padecía el auditorio el Luis A. Calvo de la UIS, tratando de que viera la oportunidad de negocio; y recuerdo que me dijo que él se comprometía a dejar un pequeño teatro en la terraza del centro comercial que pensaba construir. “Ayúdeme concejal”, me dijo. Era claro que el hombre era una persona correcta, un empresario ilusionado con la idea de su proyecto al que le costaba trabajo entender lo que le estaba ocurriendo. Luego de casi una hora de conversación y al darme cuenta que ya no lograría convencerlo de la imposibilidad de ayudarlo, lo mandé a la oficina del colectivo “Citu”, un grupo de arquitectos jóvenes que venía trabajando en la defensa del patrimonio arquitectónico de la ciudad, dirigido por Alejandro Murillo, quien finalmente lo convenció de que no había nada qué hacer al respecto para solventar su situación. Así que el empresario le devolvió el Teatro Santander a la Universidad de los Andes y ésta tuvo que devolverle su dinero, pues le había vendido un bien inmueble a sabiendas que estaba afectado como patrimonio cultural y bien de interés público. Hace unos tres años me tropecé con el empresario en un centro comercial de Cabecera, “concejal”, me dijo al verme; yo hacía mucho tiempo había dejado de ser concejal; inicialmente no lo reconocí, porque solo había hablado con él aquella vez, hasta que me dijo: “usted me dañó un negocio concejal, pero le regaló un teatro a la ciudad, así que lo felicito”. No sabía que decirle, me quedé de una pieza. Desde aquel entonces cargaba en mi conciencia el haberlo afectado en su pretensión legítima de comprar el teatro y lo último que esperaba en mi vida era volverlo a ver, pero el mundo es chiquito y afortunadamente el hombre llevaba prisa y se despidió amablemente sin darme tiempo de agradecerle sus generosas palabras. Alguien debe saber su nombre, deberían invitarlo a la inauguración del teatro.

Pero la historia no termina ahí. Unas semanas más tarde me llamó el vicerrector de la Universidad de los Andes y me dijo: “concejal, cómo es el negocio del teatro con la Alcaldía”, y yo le respondí: “vicerrector, ya toca que se entienda con el nuevo alcalde, porque el que está ya va de salida”. Y efectivamente, el tema del teatro entró en el cuarto de refrigeración para darle paso a la calentura de la campaña electoral de ese año.

Yo creí haber hecho las paces con el alcalde Honorio y hasta prometí apoyarle su candidato a la Alcaldía; el alcalde se acababa de deshacer de su promocionado precandidato, el médico Germán William Rangel, y se había casado de lleno con el candidato Fernando Vargas Mendoza. Yo pensaba que todo ese movimiento que había desatado alrededor del Teatro Santander me ayudaría para hacerme elegir nuevamente como concejal de la ciudad; lo había sido por catorce meses en reemplazo de Oscar Omar Orozco, quien salió electo en las anteriores por el movimiento de Jaime Clopatofski. Con Oscar Omar nos habíamos conocido en el gobierno de Luis Fernando Cote Peña y un día pasó por un café que yo tenía, que se llamaba Café Teatro, y me pidió que le ayudara a rellenar su lista al Concejo, y sin quererlo saqué la segunda mayor votación de la lista, por eso lo reemplacé cuando se retiró. Pero ahora la cosa era distinta, el movimiento de Clopatofski había perdido su personería jurídica y yo era un concejal sin partido. Fue entonces cuando conocí a Carlos Ramón González, quien era el representante legal del incipiente Partido Verde que por ese entonces se llamaba “Partido Verde – Opción Centro”. Carlos Ramón me pidió que fuera candidato al Concejo por su partido y me encargó la conformación de la lista de Bucaramanga con total autonomía, cosa que le pedí y me concedió, pues tenía sendos reparos con el apéndice “Opción Centro” que no vienen al caso para rematar la historia del Teatro Santander.

El caso es que de la noche a la mañana me había vuelto políticamente importante sin habérmelo propuesto, razón por la cual fui a hablar con el candidato Fernando Vargas Mendoza y le dije: “yo lo apoyo si se compromete conmigo a comprar el Teatro Santander”. Y efectivamente, Fernando Vargas Mendoza fue elegido alcalde y me cumplió su promesa, aunque me hubiese quemado por 21 votos que me faltaron para ser concejal. No obstante, el Partido Verde – Opción Centro eligió una concejala, que en realidad era del Partido Liberal, el mismo del alcalde Honorio, y sobrina de su precandidato Germán William Rangel. Saquen cuentas. Ese día supe que en política todas las cuentas de cobro se pagan tarde que temprano.

Elegido y agradecido por la ferviente campaña que le hice, Fernando Vargas prometió nombrarme director de cultura, no sin antes decirme: “mucho huevón pachito, se dejó quitar la credencial, yo pensé que iba a sacar al menos cinco mil votos”, al tiempo que me palmoteaba en el hombro como era su costumbre hacerlo mientras uno conversaba con él. Pero ya posesionado sólo me dio un contrato de prestación de servicios por cuatro meses con un objeto que no definía claramente lo que debía hacer, una “corbata” que llaman. Era evidente que ya no me necesitaba.

Un día lo visité en su despacho y le dije que me gustaría seguir trabajando el tema del Teatro Santander, que consideraba necesario aunar esfuerzos con los empresarios de la ciudad para sacar adelante el proyecto de la remodelación del teatro, el cual venía desarrollando como objeto de estudio de una especialización en gerencia que estaba cursando en la Universidad Pontificia Bolivariana, y al que le había estimado un costo de remodelación que ascendía a los 12 mil millones de la época (2008), y sabía que el municipio no los tenía, pues conocía exactamente cómo habían quedado las finanzas después del gobierno de Honorio. En el despacho estaba también el influyente político Nacho Vega, quien le dijo a Fernando Vargas: “alcalde, usted es capaz de sacar adelante ese teatro solo, por algo es el alcalde empresario”. Entonces el alcalde me dijo: “pachito, yo no quiero entregarle ese teatro a los ricos de esta ciudad, yo quiero que ese teatro sea para los pobres, para que vayan a verlo echar sus cuentos allí”, y me mandó a hablar con mi supervisor a ver qué me ponía a hacer. No lo podía creer, pues mi supervisor ya me había dicho: “pachito, eso hágase un informe cada fin de mes que yo se lo firmo”.

A mí Rodrigo Fernández, quien era el jefe de la Oficina de Planeación,  me había dicho inicialmente que debía asesorar al director del instituto de cultura en la formulación del componente cultural del plan de desarrollo, pero era evidente en las pocas reuniones en las que participé que el director no quería que yo lo asesora, no obstante ser un completo ignorante en el tema; así que pasaba días enteros en mi apartamento, pues no tenía ni siquiera un escritorio en el edificio de la Alcaldía, inventándome ideas para el alcalde a sabiendas que no le importarían.

En esas estaba cuando un día recibí una llamada de Carmen Alicia Remolina, la asistente del director ejecutivo de la Cámara de Comercio, Juan Camilo Montoya, quien me dijo que éste me invitaba a tomarme un café con él, pues quería comentarme un tema de ciudad. Qué bien, pensé, hablaré nada más y nada menos que con la persona que dirige la entidad que aglutina a los empresarios de la ciudad, seguramente me va a plantear el tema del Teatro Santander, y entonces me fui armado con un Power Point que había hecho por esos días para una exposición de mi especialización. Pero el tema era otro. Juan Camilo quería saber mi opinión sobre cuál era el evento cultural de la ciudad que la Cámara de Comercio debía apoyar para empoderarlo en el escenario nacional.

Después de hablar durante más de una hora sobre el asunto y convencerlo de que éste debía ser el Festival Iberoamericano de Cuenteros “Abrapalabra”, dándole un vuelco e incorporando invitados de renombre en otros campos del arte y la cultura, volviéndolo el Festival Internacional de la Palabra, le dije que si me podía ofrecer otro tinto, pues tenía otro tema importante que comentarle: la remodelación del Teatro Santander.

Juan Camilo se interesó de inmediato en el asunto, pues algunos de los empresarios de la región miembros de la junta directiva de la Cámara lo habían considerado en su momento, especialmente Rafael Ardila. Coincidimos en que solo el esfuerzo conjunto entre el gobierno y la empresa privada podía sacar adelante el proyecto de remodelación del teatro y que no podíamos dejar enfriar el tema más de lo que ya estaba, menos cuando apenas empezaba a estructurarse el plan de desarrollo del nuevo gobierno. Entonces encargó a Carmen Alicia Remolina para que nos inventáramos una estrategia lo suficientemente atractiva para convocar a los empresarios, a fin de interesarlos en el proyecto del teatro. Por esos días, más exactamente el 12 de marzo, se había sancionado la Ley Nacional de Patrimonio (ley 1185 de 2008), la cual otorgaba beneficios tributarios a los empresarios que invirtieran en la recuperación de patrimonios culturales en las regiones del país; y fue a Carmen Alicia a quien se le ocurrió la idea de traer a esa reunión nada más y nada menos que a uno de los expertos que había asesorado dicha ley, prácticamente a quien se la había inventado: el señor Gonzalo Castellanos, quien es un prestigioso consultor en temas de economía de la cultura y columnista del diario El Tiempo.

Todo estaba listo para la reunión, Gonzalo ya estaba con nosotros, Carmen Alicia esperaba nerviosa la llegada de los invitados, mi Power Point ya estaba probado, y Juan Camilo tenía claro que en sus manos estaba la responsabilidad de un buen resultado.  La Cámara había convocado a algunos de los empresarios más poderosos y con mayor sensibilidad frente al tema de la cultura; recuerdo que estaba Rafael Ardila, Rafael Marín, Álvaro Navas y Jaime Chávez, entre otros; y por supuesto invitó al alcalde Fernando Vargas Mendoza quien no asistió, pero envío a sus dos hombres de confianza, Rafael Serrano y Rodrigo Fernández.

Yo me alegré de ver a Rodrigo y salí a saludarlo antes de que entrara en el auditorio, pues le mostraría lo que estaba haciendo para justificar mi contrato de prestación de servicios, y hasta estaba seguro de que me felicitaría de entrada; pero de entrada y por saludo lo que hizo fue pegarme una vaciada: “usted porqué hace estás cosas sin consultar con el alcalde”, me dijo bastante molesto y siguió de largo hacia el recinto sin darme tiempo de explicarle, pero no me importó. La convocatoria había sido todo un éxito y el resultado aún más. Luego de la convincente disertación de Gonzalo y de la emotiva exposición de Juan Camilo, que, valga decir, poco usó mi Power Point, terminó preguntándoles a los empresarios quiénes estaban dispuestos a liderar una organización que sacara adelante el proyecto de remodelación del ya salvado Teatro Santander; y como si se hubieran puesto de acuerdo a la entrada, los tres “Rafaeles” presentes en el auditorio levantaron la mano de manera simultánea: Rafael Ardila, Rafael Marín y Rafael Serrano, este último en representación del alcalde. No lo podíamos creer, habíamos logrado vincular al proyecto a los dos empresarios más poderosos de la región, y habíamos logrado que el alcalde Fernando Vargas Mendoza cambiara de parecer. Yo no sé si haya una foto de ese momento, creo que se nos olvidó contratar un fotógrafo, pero habría pagado por ver registrada la sonrisa de Carmen Alicia, la de Juan Camilo, la de Gonzalo, y por supuesto la mía.

Como era de esperarse, cuando se venció el término de mi contrato de prestación de servicios éste no fue renovado. El alcalde que apenas llevaba seis meses de gobierno me despidió diciéndome: “se acabó la platica pachito”, pero tampoco me importó, pues ya había aprendido con Honorio que en política todo se cobra y se paga tarde que temprano.

Lo cierto es que al margen de los detalles de esta historia, todos, absolutamente todos los que en ella intervinieron fueron piezas fundamentales para sacar adelante el proyecto del Teatro Santander, todos hicimos lo que nos correspondió hacer o dejar de hacer en aquel momento, incluso el empresario que sacrificó la oportunidad de hacer un centro comercial en el predio del teatro fue importante, y mi amiga que alcanzó a llevarme la pancarta justo en el momento que se necesitaba fue importante, todos hicimos posible este regalo para Bucaramanga.

Colofón: Quiero que hagan un ejercicio de imaginación para resolver la siguiente pregunta: ¿qué habría pasado si Jaime Lizarazo no me hubiese llamado aquel día de marzo del 2007 para decirme que estaban vendiendo el Teatro Santander? Tengan en cuenta que los bumangueses habíamos dejado perder casi una docena de teatros en el siglo XX sin que se hubiera movido un solo dedo en favor de éstos.


Comentarios

  1. Que excelente historia Pacho.....ojala podanos presentarnos en lan insigne lugar

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  2. Según mis recuerdos, primero se hizo la declaratoria como Bien de Interés Público para poderlo comprar y luego la de Bien de Interés Cultural, en ambas declaratorias trabajamos con la arquitecta Gloria Esperanza Pradilla (QEPD) y el abogado Manuel de Jesús Rodríguez.

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    1. Ya Honorio Galvis lo había declarado en 2007 bien de interés público para poderlo salvar de la demolición prevista, condicionando su uso; así se logró afectar y deshacer el negocio entre el comprador y la Universidad de los Andes. Las declaratorias a las que te refieres fueron proyectadas por ustedes en el gobierno de Fernando Vargas en 2008, año en que se promulgó la Ley de Patrimonio Cultural y se formalizó la compra del teatro.

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  3. Genial historia,felicitaciones Pacho centeno.
    Que grato saber que fuimos uno de los artista que participó en el desfile de salvemos el teatro Santander con el festival Santander en escena y abrapalabra, la conclusión final es que la voz del pueblo fue escuchada.
    Mi admiración por su gestion pacho

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  4. La gestión que se hace en favor del patrimonio cultural y afines de tener un espacio cómodo y de la ciudad que represente a Bucaramanga y colomCol cómo país de paz y a su vez amante de las artes..se aplaude ..se dan las gracias al excelentísimo pacho por su gestión y a todos quiénes quienes apoyaron este sueño hecho reslreal hoy día..que los directivos del teatro Santander no olviden que el alma y nervio de este centro cultural son los artistas de Santander en primera opción los artistas de Colombia y el mundo..y ...los espectadores y la misma ciudad....

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  5. Otra historia que dejó de ser cuento, para revivir el teatro que se volvió nueva historia, El Teatro Santander será el ícono del siglo XXI, Gracias Pacho y en Especial al visionario Fernando Vargas; hoy Bucaramanga es Empresa de todos.

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  6. Bonita historia... Jaime Lizarazo excelente líder del teatro en Bucaramanga...

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  7. Felicitaciones Pacho. Cuando las cosas se hacen de corazón y sin intereses lucrativos, dejan mayores satisfacciones

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  8. Hace algunos años,
    en una familia particular, nace una pequeña niña, con un talento singular.

    Nace el DIA DE LOS MÚSICOS para completar,
    alegria tan inmensa,
    la que ustedes podrán imaginar.

    Crece ella llena de ilusiones y talentos
    pues su vida era muy especial, vive la musica y las artes con un carisma sin igual.

    Le encantó bailar, actuar,
    corno francés, fliscorno y trompeta interpretar.
    Gracias a MOCHILA CANTORA y a la EMA donde los pudo estudiar.

    Pertenece a la Bing Bang que hoy se presentará
    en el TEATRO SANTANDER
    que ya no tendrá igual, gracias a PACHITO CENTENO este grandioso juglar, concejal y ascendiente de muchas generaciones más,
    que como mi hermosa hija y
    todos los de la BInd Bang
    hoy te damos las gracias,
    no solo por la historia que acabas de contar, sino por los trasnochos y desaires que tuviste que soportar
    a raiz de este escenario que vamos a disfrutar
    y que a muchos sin palabras nos pudiste llegar a dejar.

    Ya para terminar,
    que se abra el telón,
    que PACHITO va a hablar, con su típica magia
    yo creo que dirá: "COLOQUEN LAS LUCES, QUE SE CORRA EL TELÓN
    QUE ESTA HISTORIA
    NO TERMINA ACÁ,
    SOLO ACABA DE EMPEZAR ¡ABRAPALABRA QUE LA FUNCIÓN DEBE INICIAR!"

    Sandra "LA POLA"
    27 DE MARZO 2019

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    1. Qué historia más bonita Sandra, te agradezco que me la hayas compartido. Me alegro por tu hija y que se corra el telón para ella muchas veces.

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    2. Acabo de enterarme Pachito,
      que de pura casualidad alguien le regala una boleta para el concierto inaugural.
      Y alli se encuentra ella, contenta de participar del fruto de tus esfuerzos,
      que en verdad no tuvieron igual.
      Que Dios te bendiga y te llene de muchas
      llamadas más,
      para que algo de la cultura tú puedas volver a salvar.😉

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